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La hermana mayordomo, Ana Idoya García, acaricia el rostro del Cristo, mientras las camareras pasan el algodón por el cuerpo del yacente. Justo Rodríguez
Limpieza del Santo Sepulcro

Logroño se postra ante el Cristo yacente

Decenas de logroñeses cumplen con la tradición de la limpieza de la talla que se conserva en la urna de la capilla de los Ángeles en La Redonda

Nuria Alonso

Logroño

Miércoles, 16 de abril 2025, 14:18

Serena e impasible se alzaba la concatedral de La Redonda este Miércoles Santo minutos antes de las once de la mañana, desconociendo el enjambre de fieles que a mediodía abarrotaría la capilla de los Ángeles para asistir a uno de los ritos más arrebatadores de la Semana Santa capitalina: la limpieza y veneración del Cristo yacente del Santo Sepulcro.

Desde su urna protectora, la talla de Jesús descendido, que ha contemplado el devenir de más de tres siglos, esperaba paciente a que se fuera aposentando el público, a un lado los cofrades del Santo Sepulcro; al otro, los invitados y autoridades. Con puntualidad casi británica, a las once y media, se permitía el acceso a la capilla de Los Ángeles, donde un par de venerables cofrades, bien madrugadoras, ya habían ocupado dos sillas en primera fila. «Es impresionante, no se puede explicar con palabras», describía María Luisa Vivanco, con voz titubeante. «Venimos todos los años –explicaba una emocionada María del Corpus Álvarez–, se me pone la carne de gallina solo de pensarlo, hay que vivirlo desde dentro».

Mientras el hermano mayor de la cofradía, David Rioja, desgranaba a los medios de comunicación cómo se articula la liturgia de la tradición y la emoción que para los cofrades supone un día como este, la hermana mayordomo, Ana Idoya García, intentaba no exteriorizar el nerviosismo que la poseía: «Es inevitable emocionarse, aunque lo llevo haciendo cinco años, pero me embarga la emoción cuando lo veo, cuando sé que voy a estar tan cerca de Él». Tampoco hallaba sosiego la joven Marina Benés, encargada de portar la figura yacente, junto a su hermano y su padre, hasta el lecho donde se realizaría la limpieza.

Minutos antes de las doce, los portones de la capilla se clausuraban, se prendía una luz más intensa y, al son del 'Ave María' de Haendel, los asistentes más afortunados se sentaban mientras que los demás buscaban el mejor encuadre. Con el tañido de las campanas, el público se ponía el pie para escuchar la plegaria del obispo, Santos Montoya. A continuación, la hermana mayordomo, en un silencioso recogimiento, alzaba la cubierta protectora del nicho horadado en la pared. Luego, ante una audiencia enmudecida salvo por alguna tos ahogada o el suspiro de algún bebé aletargado, retiraba los cierres de la urna, deslizaba ligeramente el ataúd acristalado que conserva la imponente talla del Salvador y retiraba la tapa superior. Todo con un mimo especial, como si el Cristo aún respirara, con la última intención de dañar o lacerar la piel del descendido.

Portadores en familia

Más que listos aguardaban los tres portadores Benés, serenos y concentrados en la tarea encomendada, para cargar, sobre los hombros ella, sobre las yemas de los dedos ellos, al Cristo hasta el lecho, una vez trasladados los cojines de la urna donde se postraría el yacente. El delicado acomodo del cuerpo en las almohadas, casi atusándole el cabello, daba pie a la aparición de las cuatro camareras para superar el ritual de la limpieza. Plumeros y pequeños pañuelos para retirar las insignificantes motas de polvo acumuladas en el último año.

Y luego, el último homenaje al fallecido: el besapiés. Primero, el obispo, Santos Montoya; las autoridades, con el presidente Capellán, la presidenta del Parlamento, Marta Fernández Cornago, o el alcalde Escobar, junto a los dirigentes de la Hermandad de Cofradías de Logroño; luego, los invitados y el público en general que, paciente, esperaba con fruición el momento.

Abierto el evento a los fieles de la plaza del Mercado, los protagonistas del interior respiraban con el alivio de saber que todo había ido bien. La portadora, Marina Benés, más relajada, con una sonrisa abierta, agradecía los parabienes del sus compañeros cofrades y, visiblemente conmovida, recordaba que este «ha sido un año duro» para su familia, lo que le ha removido aún más el sentimiento: «Lo he vivido de forma muy emocionante, más de lo que esperaba, no lo puedo explicar con palabras», señalaba con la voz casi quebrada.

Quien no percibía tanta emoción era Mencía Gil, la bebé de ocho meses que dormitaba en el hombro de su padre tras haber recibido la primera 'caricia' del crucificado. «Es una bendición para ella», remarcaba su progenitor tras besar su cabecita adormilada.

Entretanto, conformaban los logroñeses que buscaban la misma vivencia una serpenteante fila en el exterior de la concatedral. Concluidas las visitas, se escenificaba otro instante para el recuerdo: devolver, con exacta solemnidad, al Cristo yacente a su lecho de descanso. Esta vez, en la soledad, en la intimidad de los privilegiados que tienen encomendada esa liturgia, el que para el hermano mayor de la cofradía del Santo Sepulcro, David Rioja, es el «mejor momento de la Semana Santa».

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